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Guido Gómez Mazara: La ira de los excluidos

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Han sido base de una legitimidad democrática en América Latina

Cuando Hugo Chávez Frías derrotaba a Henrique Salas Romer con el 56% de los votos, arrancaba una gestión de gobierno 1999-2004 como resultado de las elecciones celebradas el 6 de diciembre de 1998 que transformaría el mapa político de América Latina.

Hasta su éxito, las corrientes de izquierda no conseguían victorias por vía del voto popular y tenían en los golpes contra Juan Bosch (1963) y Salvador Allende (1973), claras manifestaciones de la inviabilidad de proyectos cercanos a corrientes no deseadas por los intereses de Washington.

Con los precios del petróleo altos, resultó fácil estimular candidaturas presidenciales que se asociaban a la inconsistente noción de socialismo del siglo 21. Ahora bien, la gente olvida que el fenómeno político que rompió en Venezuela con el Pacto de Punto Fijo, colocando en Miraflores a un coronel golpista, no anduvo en principio relacionado con aspectos ideológicos sino inspirado en las ideas del libertador, Simón Bolívar.

La apuesta Chavista recreó una táctica inteligente y reiterada en el continente: capitalizar la rabia de los excluidos. Por eso, las victorias en Bolivia, Argentina, Paraguay, Ecuador, inclusive en el caso mexicano, hacen coqueteos y/o exhiben fascinación por el socialismo, pero su verdadera garantía de triunfo reside en la incorporación de núcleos históricamente excluidos.

Veinte años después del inicio del llamado proceso de viraje hacia la izquierda en el continente, tanto Venezuela como Nicaragua parecen destinadas a resistir cualquier proceso de someterse a la consideración de los ciudadanos como claro indicador de que, intuyen con claridad, la imposibilidad de construir victorias bajo reglas mínimas de observación electoral.

De ahí, el cerco a los opositores, persecución e invalidación de aspirantes presidenciales, llamados a representar la opción política para salir de gobernantes obsesionados con el poder y convencidos de las perturbaciones penales con posterioridad a su salida del tren gubernamental. Tanto las ofertas conservadoras como las de tintes progresistas, se resisten a la alternancia como expresión de fortalecimiento a la esencia del sistema democrático.

Para entender las simpatías conseguidas por Arauz en Ecuador, el triunfo de Hasller en Chile y los votos depositados a favor de Castillo en Perú, debemos reconocer la quiebra de las organizaciones partidarias tradicionales y el afán de los electores en premiar las opciones cercanas a sus intereses.

Inclusive, las fuerzas electorales que, mediante el método democrático, regresaron al poder como en Bolivia y Argentina, lo consiguieron por dos factores básicos: los gobiernos que le sustituyeron al estimular reformas económicas se  olvidaron del impacto en los sectores pobres y las políticas asistencialistas terminaron constituyéndose en caldo del cultivo de una lealtad que se radicalizó a favor del partido que, desde el Gobierno, cooptaba con ayudas al elector incorporado en los programas sociales.   

América Latina, el continente seducido por los discursos redentores y la magia revolucionaria de Fidel Castro, encontró en la rabia de los excluidos la base de una legitimidad democrática de mayor trascendencia que la entrada a La Habana en 1959 y los 9 comandantes ingresando con tanques por las calles de Managua.

Por eso, los clásicos partidos perdieron su lazo con la sociedad del siglo 21, al falsamente interpretar que el modelo de pluralidad serviría de bujía inspiradora y fuente sepulturera del discurso redentor y justiciero.

Se equivocaron. Antes, inspirados en la llegada de un proceso revolucionario, y ahora, un crecimiento desigual, una educación capaz de preparar a los que más pueden para el país del siglo 21 y el resto condenado a la mediocridad, se convirtieron en la fuente por excelencia de desplazar del poder a todo lo que asciende y no llena las expectativas elementales.

La nueva realidad política es innegablemente menos ideologizada, y así y sin pretenderlo, se allana el camino de vengadores sociales. Sin destrezas, ni herramientas fundamentales para la gestión y validados por los electores. ¡Culpables, somos todos!