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La dolorosa historia de Ota Benga, el joven que fue capturado en África y exhibido en la jaula de los monos del Zoológico del Bronx, EEUU

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En 1904, el pigmeo congolés fue comprado y trasladado a EEUU para ser presentado en una feria. Luego, compartió cautiverio con un orangután.

Afuera, un cartel decía: “El pigmeo africano Ota Benga. Edad, 23 años. Altura, 4 pies 11 pulgadas. Peso, 103 libras. Traído del río Kasai, Estado Libre del Congo, África Sur Central, por el Dr. Samuel P. Verner. Expuesto cada tarde durante el mes de septiembre”.

Adentro, en la jaula de los monos del zoo del Bronx, había un joven. Pequeño -apenas superaba el metro cuarenta y los 40 kilos-, estaba ahí, sentado, expuesto ante la mirada entre socarrona y lasciva de cientos –y a veces miles- de neoyorquinos que se reían de su apariencia de manera insolente.

Lo creían un fenómeno, una especie de eslabón perdido entre el simio y el hombre al que observaban brutal y descaradamente “hacer sus gracias” con arco y flecha; al que veían entrelazar hilos para tejer una hamaca; al que contemplaban vivir entre barrotes con un taparrabos y de manera salvaje como en la selva. Pero del que nadie percibió lo más importante: su dolorosa tristeza.

Ota Benga fue “exhibido” en la jaula de los monos del Zoo del Bronx. Foto: Biblioteca del Congreso de Estados Unidos.

Comenzaba el siglo XX. El planeta vivía un auge de avances y modernidad, pero también de imperios coloniales y sometimiento. Eran años en los que el mundo occidental se imponía como superior y ridiculizaba a las “culturas inferiores” con su creación más aberrante: los zoológicos humanos.

La de Ota Benga es la historia de un hombre que fue arrancado de sus raíces y trasladado “a la civilización” que, como si se tratara de un monstruo, lo encerró y lo expuso de manera obscena. Pero la de Ota Benga es, lamentablemente también, la historia de muchos otros freaks que padecieron la misma crueldad.

La vida en África

Hoy es la República Democrática del Congo. Antes fue Zaire. Pero entre 1885 y 1908 se lo conoció como Estado Libre del Congo, un dominio colonial que era propiedad privada del rey Leopoldo II de Bélgica.

Ubicado en el centro de África, un paisaje dominado por una densa selva tropical y un río apenas navegable lo convirtieron en un territorio difícil de explorar hasta que el monarca se apoderó de él.

Y lo hizo interesado, principalmente, por el caucho y el marfil que abundaban en la zona. Para esa explotación esclavizó mano de obra indígena y la obligó a vivir una verdadera pesadilla de golpes, violencia y muerte.

Allí nació Ota Benga. Llegó el mundo en 1883, en la Selva de Ituri, en el extremo noroeste de la colonia, en el pueblo de los pigmeos Mbuti. Y ahí creció, junto a los suyos, viviendo en tribus de pocas personas, nómade, moviéndose de lugar en lugar de acuerdo a las estaciones, la caza y las oportunidades de supervivencia.

Ota Bengan 1883, en la Selva de Ituri. Foto: Biblioteca del Congreso de Estados Unidos

Hizo la vida que hacían todos. Se casó joven, tuvo dos hijos, se preparaba para ser el jefe del grupo.

Perola tragedia se interpuso en sus planes apenas promediaba la adolescencia. Toda su familia fue asesinada por las milicias coloniales. Él se salvó porque estaba buscando alimentos; tristemente llegó para ver el horror de la masacre.

Para un cazador-recolector como Benga, la familia es la vida misma. Sin ellos, sólo le quedaban dos opciones: deambular solo hasta morir o buscar un nuevo grupo familiar y tratar de que lo aceptaran como integrante.

Pero la vida tenía decidido otro destino para él. Un grupo de traficantes de esclavos lo secuestró y lo arrancó del bosque; en ese instante cambió todo su mundo, todo lo que él había conocido hasta el momento se esfumó frente a sus propios ojos.

Fue vendido y obligado a trabajar como peón en un pueblo agrícola.

El germen del cautiverio americano

En 1903, a Samuel Verner, un supremacista blanco de una familia prominente de Carolina del Sur, le llegó un dato: las autoridades estaban organizando la Feria Mundial de St. Louis para el año siguiente y necesitaban material.

El objetivo del mega evento era ensalzar el imperialismo de Estados Unidos y mostrar al público un mapa del progreso “desde la oscuridad hasta la más alta iluminación, desde el salvajismo hasta la organización cívica, desde el egoísmo hasta el altruismo”.

El presidente de la Asociación Antropológica Estadounidense, William McGee, dirigía la sección de etnología de la feria. Fiel a las creencias de la época, estaba a la búsqueda de pigmeos, sobre quienes se creía que representaban el escalón más bajo de la evolución humana.

Samuel Verner fue el “agente especial” enviado a África. Foto: Dominio Público

Explorador aficionado y hombre de negocios, en octubre Verner fue enviado como “agente especial” de la Compañía de la Exposición de Compra de Luisiana.

Tenía una misión que cumplir. Debía traer del Congo “un patriarca o jefe pigmeo. Una mujer adulta, preferiblemente su esposa. Dos infantes, de mujeres de la expedición” y “cuatro pigmeos más, preferiblemente adultos pero jóvenes, pero incluyendo una sacerdotisa y un sacerdote, o médicos, preferiblemente viejos”.

A fines de noviembre de 1903, zarpó desde el puerto de Nueva York. El 20 de marzo de 1904, escribió: “¡El primer pigmeo está asegurado!”. Ese hombre negro, menudo, muy bajo y con los dientes afilados en punta era lo que necesitaba. El ejemplar perfecto.

Fueron muchas las versiones que dio con respecto a cómo lo había encontrado. Lo cierto es que lo compró por una libra de sal y un rollo de tela.

Aquel 20 de marzo de 1904, la vida de Ota Benga terminaría de cambiar.

La atracción de la feria

El grupo que llegó no era ni por asomo lo que le habían pedido a Verner. No había mujeres, ni bebés ni ancianos curanderos. Los nueves jóvenes varones arribaron en Nueva Orleans el 25 de junio de 1904.

Imprecisiones mediante, según la lista de pasajeros del barco, el niño más joven, Bomushubba, tenía solo 12 años; le seguía Lumbaugu, de 14. Dijeron que Ota Benga había cumplido 17. No era cierto.

Durante la feria, no sólo los midieron, fotografiaron y les tomaron moldes de yeso para hacer sus bustos, sino que los expusieron a que los visitantes los molestaran, pellizcaran y pincharan. A sus mascotas, los loros y los monos que los acompañaban, hasta los quemaron con cigarros.

Junto a sus compañeros, rápidamente reconocieron que la gente quería ver verdaderos “salvajes” africanos. Así, comenzaron a imitar el baile y los gritos de guerra que le vieron hacer a los aborígenes americanos que también eran exhibidos en el lugar. De hecho, allí Ota Benga entabló amistad con el indio Gerónimo.

Comenzó a cobrar cinco centavos para mostrar sus dientes afilados. Las multitudes enloquecían; el grupo sufría. El invierno avanzó. Los dejaron con poca ropa y sometidos al frío que se fue adueñando del termómetro.

Los diarios también se burlaban de ellos. “Los pigmeos exigen una dieta de mono: los caballeros de Sudáfrica en la feria probablemente resulten problemáticos en materia de comida” “Los pigmeos desprecian el dinero en efectivo; Demanda Sandías”, se leía en los titulares de la época.

Una vez que la feria terminó, Ota Benga viajó un tiempo con Verner e, incluso, regresó a África. En 1905 se instaló con los Batwa, otra tribu congoleña.

Se casó con una mujer del grupo. Pero una vez más la vida le daría un golpe. A los pocos meses quedó sólo de nuevo porque su esposa murió a causa de la mordedura de una víbora.

Con poco que perder, regresó con Verner a América en 1906.

Del museo al zoo: el horror de exhibir la vida en la casa de los monos

Cuando llegaron a Nueva York, la situación económica del expedicionario no era la mejor. Es por eso que, en primer momento, dejó a Ota Benga viviendo en el Museo Americano de Historia Natural.

En una pequeña habitación del edificio que había quedado libre, volvió a convertirse en la atracción central del lugar balbuceando cosas inentendibles y comportándose de manera infantil.

Sin embargo, este “juego” no fue bien recibido por todos. Durante un encuentro de donantes en el que se reunió lo más granado de la sociedad local, le tiró una silla por la cabeza a Florence Guggenheim.

Nunca quedó claro si por este episodio o, simplemente, porque no lo consideraba adecuado, el director de Museo se negó a pagarle a Verner el salario que reclamaba y gestionó el traslado a un lugar todavía más escandaloso.

Así, el pigmeo se mudó al Zoológico del Bronx que, por esos días, estaba expandiendo la jaula de los monos. “Bosquimano comparte una jaula con los simios del parque del Bronx”, anunció el New York Times al tiempo que destacaba que hasta 500 personas se habían reunido alrededor de la jaula para mirar asombrados al pequeño Ota Benga. Era el 8 de septiembre.

Esperando aún más visitantes, lo trasladaron de una pequeña jaula de chimpancés a una mucho más grande. Y, como si esto fuera poco, lo obligaron a compartir el espacio con el orangután Dohang.

Mientras las multitudes enloquecían a su alrededor, entre gritos y abucheos, él se sentaba en su hamaca y en silencio miraba fijamente –y con un dejo de fiereza- hacia afuera de los barrotes.

Apenas dos días después empezaron a sentirse las primeras quejas. La exhibición de un africano junto a los monos en un jardín zoológico dejaba al descubierto impúdicamente lo peor de la sociedad y revelaba la precaria situación que vivían los negros aún cuatro décadas más tarde del fin de la esclavitud en el país.

Mientras los diarios, los científicos, los funcionarios y los vecinos de Nueva York gozaban con el decadente espectáculo, algunos ministros religiosos de color levantaron su voz en contra.

“Estoy presentando la exhibición puramente como una exhibición etnológica”, dijo William Temple Hornaday, el fundador, director y curador del zoo al defender la “exposición” por motivos científicos.

El domingo 16 de septiembre, Benga ya no estaba en la jaula. Deambulaba libremente por el parque bajo la atenta mirada de los guardaparques. Ese día un récord de 40.000 personas visitaron el lugar.

Al lugar que iba, la muchedumbre lo perseguía. En un momento, la horda lo acorraló, algunos lo patearon, otros se rieron al verlo asustado. En defensa propia, Ota Benga golpeó a varios visitantes.

Tres hombres fueron necesarios para llevarlo de vuelta a la casa de los monos. La situación se estaba volviendo inmanejable.

Al mismo tiempo, las opiniones en contra de la burda exhibición se multiplicaban. Hasta los medios que habían sido complacientes en un principio adoptaron una postura más crítica.

Finalmente, en la tarde del viernes 28 de septiembre, 20 días después de su primera aparición en la casa de los monos, Ota Benga salió del zoológico escoltado por Samuel Verner. Todo fue tranquilo, muy diferente a su llegada.

Quedó bajo la custodia de James Gordon, el ministro religioso que había liderado la batalla para liberarlo, y se fue a vivir al orfanato que éste dirigía.

La vida después del horror

En enero de 1910, Ota Benga fue enviado a Lynchburg, en Virginia. Tal como Gordon lo había prometido cuando lo tuvo por primera vez bajo su cuidado, lo enviaron al Seminario y Colegio Teológico de Lynchburg, una escuela reconocida por su cuerpo docente y personal compuesto sólo por negros.

Benga vivía en una casa amarilla frente al colegio con Mary Hayes Allen, la viuda del ex presidente del seminario, y sus siete hijos.

Descalzo, solía guiar a un grupo de niños del vecindario al bosque para enseñarles las costumbres de un cazador. Con su inglés básico, les contaba sus mil y una historias de la selva, sus hazañas y aventuras.

Durante un tiempo trabajó en una fábrica de tabaco. Después se dedicó a hacer trabajos independientes. Cambió su nombre: en Lynchburg fue Otto Bingo.

Ya no era ese “eslabón perdido” del que todos se reían. Tenía un lugar, un entorno que lo quería y con el que, seguramente, compartía tristezas por el pasado vivido.

Pero no era suficiente. La libertad de su Congo natal, su bosque, su gente, y aún el dolor de las matanzas que sufrió hacían mella en sus recuerdos.

La angustia lo devoraba.

Ota Benga fue cambiando. Ota Benga se fue apagando de a poco. Perdió el interés por enseñar sus costumbres y su historia; la soledad se convirtió en su mejor amiga. Pasaba horas sentado bajo un árbol. Pensando, recordando.

En la madrugada del 20 de marzo de 1916 se suicidó. El disparo fue directo al corazón.

Fuentes: Smithsonianmag; The Guardian; Allthatsinteresting; “Spectacle: the astonishing life of Ota Benga”, de Pamela Newkirk.